La idea detrás de Dirt de Bill Buford es muy sencilla. Transcribir, desde la primera persona y con el efectismo emocional del nonfiction gringo, la edificante experiencia de mudarse a Lyon para descubrir los secretos de la cocina francesa trabajando en restaurantes con estrellas Michelin. Un simio castrado lo pudo haber escrito; si, y sólo si, también tuviera acceso a los recursos de Buford.
En los días que corren, los productos culturales más eficaces son aquellos que abrazan la inmediatez, que nublan la brecha entre su producción y consumo gracias a una sensación de verdad inapelable que brota de la experiencia sin hacer escala en su conceptualización. Fluyen mejor aquellos que evitan hacerse preguntas como, qué y por qué se narra, desde qué posición y, sobre todo, qué involuntario propósito ponen en marcha. Se valorizan los productos culturales que tratan la experiencia como un streaming de verdades.
En ese sentido, Dirt es un retrato de la época y sus síntomas no dejan de insistir en ello. El libro descansa sobre la idea, tan capitalista, de cumplir tus sueños (ya no se consumen propiedades o autos, porque el milenial ya no tiene acceso a ellos, pero se consumen experiencias -a meses sin intereses- que lo acercan a su esencia); sueños que, además, la publicidad susurra desde el inconsciente. También se apoya del rentable prestigio de las empresas creativas que trafican con el anhelo de poder escapar de la alienación. Pero, sobre todo, Dirt trabaja con el valor de lo autobiográfico y los aprendizajes avalados por la moral hegemónica. En resumen, lo de Dirt es una literatura gonzo-superacional, como la de ese otro triste burgués que es el miserable de Carrère.
Hasta ahí, la escritura del libro no le supondría mayores dificultades al simio o a cualquier otro escritor profesional. Sin embargo, el acceso a esa experiencia en particular ya no le queda tan a la mano quien no tenga la posición de Buford. Andrew Wylie, ser periodista del New Yorker, blanco y con los contactos necesarios para, primero, fantasear con la idea de aprender cocina francesa en Lyon (la inspiración le viene en una plática con un chef ungido por Michelin). Después, para gestionar la empresa: alojamiento para la familia, escuela para sus hijos y un trabajo en una cocina lionesa (esto se lo resuelven más chefs Michelin). Y, por último, los requerimientos y visas necesarias para radicar y trabajar en Lyon (acá con una llamada al embajador francés en Nueva York se soluciona). Además, se va sin hablar un carajo de francés, lo que es más gringo que una Glock en el casillero de una high school cualquiera.
Desde el primer capítulo, y con la misma velocidad con que a Buford se le resuelve la vida para llegar a tiempo a su cita con la cuisine française, saltan preguntas por todos lados. ¿Quién o qué sostiene el proyecto (rentas, visas, vuelos, manutención, escuelas del padre e hijos) en el día a día? ¿La editorial? ¿Su agencia literaria? ¿Un medio? ¿Sus ahorros? ¿Todo eso? ¿Cómo puede la familia financiar, económica y emocionalmente la empresa? La respuesta la tiene Paper Boi cuando, en Atlanta, le explica a Earn: “White kids be scammin' all the fuckin' time, hell you think TikTok is?”.
Aunque Buford se cuida de no contar su historia desde la posición del privilegiado, elige otra igual de terrible para hacerlo: la del turista. Buford es, antes que nada, un impresionable, un fan, alguien entregado a la mistificación. En su caso la de la figura papal del chef. Una figura cuya receta es una cucharada de conservadurismo, dos tacitas de toxicidad laboral, todo mezclado con la idea de nación y puesto al fuego lento de la sobada idea de la creatividad. Un trabajo que, si fuera posible, el profesor Graeber podría agregar a su irrevocable Bullshit Jobs.
Buford, en su papel de sumiso aprendiz de cocina, es el turista cuya fascinación eclipsa las inmerecidas condiciones que producen y movilizan ese encantamiento. Entre las 410 páginas de Dirt (un exceso), las anécdotas de Buford sobre las condiciones laborales en las cocinas de Lyon son lo mejor del libro porque sirven para lidiar con su costado político y no el moral. En esas anécdotas queda flotando la incapacidad de Buford para cuestionar prácticas y creencias laborales que, en su coerción, buscan lo mismo que cualquier otra industria en cualquier región: insistir en que el rey no va desnudo. Jefes de cocina que agreden a sus empleados con ollas y sartenes. Jornadas de 18 horas. Insultos, humillaciones, maltratos. Todo en aras de contribuir a la idea de la cocina francesa y la figura del chef.
Igual que el CEO que periódicamente le recuerda a su capital biomecánico que son una familia, que lo que hacen es por la empresa, sus carreras profesionales o, incluso, su desarrollo personal, nunca para que él pueda pagarse otra casita, esta vez en Mérida, por ejemplo. La mitologización de la figura de chef, la cocina francesa y la idea de Francia enmascaran una violencia en el corazón de las cocinas lionesas que al genz menos avispado lo obligarían a tomar posición. Pero eso, Buford solo puede hacerlo después de la experiencia, no durante ella porque está totalmente obnubilado. Mientras que para los compañeros de Buford esas condiciones son necesidad y/o ideología (como para cualquiera que tenga que trabajar), Buford sabe que para él no son para siempre, él tiene opciones. La primera: regresar a Nueva York, publicar la experiencia y cobrar. Otra, hacer con eso un programa de televisión para la BBC. Ya lo dijo uno de nuestros clásicos: “'Cause everybody hates a tourist / Especially one who, who thinks it's all such a laugh”.
Al final, lo que el libro muestra, y la palabra es esa: muestra, porque es un libro tan fuera de la escala literaria que es fácil imaginarlo como una serie o película trabajada algorítmicamente para un servicio de streaming de contenido; lo que el libro muestra, decía, es que si hay una lección entre sus páginas, anida en las represiones de Buford. Y que, para desentrañarla no hay otro camino que la dialéctica. Porque como escribió Fredric Jameson, el tipo que calibró nuestra forma de pensar: “censorship is therefore not some puritanical, uptight middle-class mechanism for repressing the obscene, nasty, antisocial, violent underside of life: it is, rather, the technique for revealing it”.
Aguante Jameson.